A Roma le costó más de dos siglos someter la península ibérica debido a la
enconada resistencia que ofrecieron sus habitantes. Las tribus íberas y celtas
eran guerreras y no se doblegaron de buen grado ante las águilas de Roma.
Entre todos los caudillos de las innumerables tribus que galoparon por la
Península destaca el lusitano Viriato. Tanta fue su bravura y tantas las derrotas
que infligió a los romanos que estos decidieron inmortalizar su nombre
escribiendo sobre él en sus crónicas.
Viriato alcanzó la jefatura de las tribus por méritos propios, no heredó de nadie
el mando. Sus hombres admiraban su generosidad, su valor, su vida frugal, su
rigurosa justicia en el reparto de los botines y también su olímpico desprecio
hacia los tributos y los honores.
Viriato entendía la supremacía sobre sus hombres no como un privilegio, sino
como un mayor servicio. Él luchaba por su gente, por sacudirse la tiranía de
Roma y no por acumular riquezas.
Dicen que fue pastor antes que guerrero y que las traiciones romanas le
empujaron a tomar las armas y a liderar a las tribus guerreras. Un liderazgo que
ejerció impecablemente gracias a su inteligencia natural que no pervirtieron
enseñanzas ni maestros.
Incapaz de derrotarle en el campo de batalla, Roma hubo de recurrir a la traición
para acabar con él.